Nacimiento de Pablo Iglesias Posse

Pablo Iglesias Posse nació en Ferrol (Coruña), el 17 de octubre de 1850. Hijo de Pedro, peón del ayuntamiento ferrolano, y Juana, dedicada a las labores de la casa. En 1854 nació su hermano, Manuel, y en 1860 murió el padre, lo que motivó a Juana a emprender un penoso viaje hasta Madrid con sus dos pequeños, en busca de la protección de un tío, servidor del conde de Altamira.

Al llegar conoció la noticia de la reciente muerte del pariente, pero consiguió el apoyo necesario para ingresar a sus dos hijos en el Hospicio, mientras que ella se dedicó a lavar ropa en el río, como la mayoría de viudas de obreros. Durante los dos años que Paulino permanece en la institución benéfica lee todo lo que cae en sus manos, al tiempo que se inicia en dos materias que serán de gran importancia en su vida: el idioma francés y el oficio de tipógrafo, el de los “obreros de levita” de la época. Pero, el mal trato recibido en el Hospicio le llevó a escaparse de allí, para recorrer toda una serie de imprentas madrileñas en las que va completando el conocimiento de su oficio a la vez que sufriendo el mal trato de la mayoría de patronos.

ADENDA.-

El propio Iglesias resume así este momento de su historia, en una entrevista que en 1915 le hizo Enrique González Fiol, y que se publicó dentro del libro “Domadores del éxito: confesiones de su vida y de su obra”:

“La separación de mi madre me afectó mucho, tanto, que me quedé como atontado de puro triste. No comía casi nada. Mis primeros meses del Hospicio fueron de un efecto aplastante. Parecía yo un autómata. Había que barrer, barría; había que ir a misa, iba. Perdí el apetito hasta el punto de no comer casi nada. Así, llegué a caer en una debilidad tan extrema, que varias veces en la iglesia del Hospicio, entre el olor de la cera y el calor, me dieron unos mareos que me creí morir. Mis amistades allí fueron muy escasas, porque, no gustándome jugar, sólo me quedaba la compañía de los niños que tuvieran, como yo, afición a la lectura. Era mi diversión favorita el leer. Durante las horas de recreo nos reuníamos en corro algunos muchachos y leíamos toda la literatura barata que se vendía en un puesto de la plaza de la Cebada: “Simbad el Marino”, “Doña Blanca de Navarra”, “El Marqués de Villena”, publicaciones que costaban unos cuatro cuartos cada una… En el Hospicio aprendí también las tristezas del hospital. En la enfermería del Hospicio estuve dos veces: la primera, a la vez que mi hermano, y la segunda me trasladaron al hospital… por equivocación”.

En esta equivocación se mezcló lo dramático con lo cómico. Sin que su mal fuera otro que la debilidad, la insuficiencia de su alimentación, fue llevado a la enfermería donde el médico mandó que se le aplicasen sanguijuelas sobre el hambriento estómago. Al ser remediado el error y desprendidas las sanguijuelas, la región en que habían sido aplicadas quedó en carne viva, exigiendo la cicatrización una gran quietud por parte del pequeño paciente. Pero los compañeros de enfermería quisieron divertirse a su costa, pues cualquier ocurrencia de uno de ellos hacía reír a Paulino, quien, sintiendo el daño que le producían las convulsiones de la risa en la parte sacrificada, no hacía más que pedirles que dejaran de hacerle reír.

Otro pequeño detalle de su vida en el Hospicio está relacionado con su belleza física. Sólo en la intimidad del hogar ha referido Iglesias que, al llegar el 1º de enero, las monjas celebraban una fiesta religiosa en honor del Niño Jesús. Para que participasen en ella, elegían a los niños más guapos del Hospicio, a los cuales agasajaban y entregaban una peseta como premio. Paulino era de los elegidos y eso le permitía una vez al año sumar tan considerable cantidad a los céntimos que habitualmente obtenía vendiendo la mayor parte de su pan, para entregárselo su madre en las visitas semanales.

Sigue describiendo su vida el propio Iglesias:

“Dos años estuve en el Hospicio. De ellos, pasé uno en la escuela y otro en la imprenta, donde empecé al aprendizaje de mi oficio (tipógrafo). En aquella imprenta tropecé con el primer hombre duro de corazón: el regente. Tenía el genio muy áspero y muy cortos alcances para saber distinguir los niños dóciles de los indómitos, y maltrataba a todos igualmente. Imprimíase en la imprenta del Hospicio el Boletín del Ministerio de Fomento, que estaba a cargo de un señor muy simpático y muy amable que creo se llamaba Burgos. Llevábale yo las pruebas unas veces a su oficina del Ministerio y otras a su casa, y le fui tan simpático que quiso prohijarme. Mi madre, a quien se conoce que aquel buen señor le había manifestado aquellos propósitos, me los comunicó y hasta me aconsejaba que aceptase. A pesar de sus consejos y de la simpatía que me inspiraba la bondad de aquel espontáneo padrino, siempre contesté igual: “No, madre. Yo, cuando salga del Hospicio, no quiero ya vivir con nadie más que con usted”. El amor que sentía por mi madre y el mal carácter del regente que me enseñaba mi oficio fueron la causa de que me escapase del Hospicio.”

“Había la costumbre de que por Nochebuena saliesen los asilados que lo solicitasen a pasar las Pascuas con sus respectivas familias. Aquella Nochebuena, fuese por prisas del trabajo o por una arbitrariedad, el regente prohibió que saliera nadie del Hospicio. Su prohibición me llegó al alma. Lo de menos para mí era el holgorio de esas fiestas, que nunca me ha llamado la atención. Lo más sensible para mí era la privación de pasar unos días al lado de mi madre, por la que deliraba yo. En cuanto vi que la ilusión que yo había acariciado tanto tiempo se hacía irrealizable, tracé el plan secreto de mi fuga, que, a decir verdad, era muy sencillo. De la portería no tenía que temer impedimentos, porque, acostumbrado el portero a verme entrar y salir con frecuencia a llevar pruebas de imprenta, no había de extrañarle una salida mía más o menos. Me esperé, pues, escondido detrás de una columna, a que entrara el regente, para evitarme el peligro de encontrármelo en la calle y de que me preguntase dónde iba, no teniendo yo nada que hacer fuera del asilo, y cuando le vi pasar, salí muy tranquilo de mi escondite y me fui a mi casa con una alegría inmensa porque iba a abrazar a mi madre. A los dos o tres días, con la tristeza natural en un niño, volví al Hospicio, y el regente, sin comprender el móvil de mi acción; me pegó unos cachetes, me dijo una porción de groserías y me amenazó con mandar a la Guardia Civil que me trajese si reincidía en mi escapatoria. A pesar de esta amenaza, convencido de que no podía sufrirle, me escapé otra vez y ya no volví más. Cumplido mi ideal de no separarme de mi madre, me preocupé de realizar el de mantenerla, que era por entonces toda mi ambición. Busqué trabajo, figúrese usted a costa de cuanto esfuerzo, hallándome sin relaciones, y lo encontré, para distribuir, con dos reales de jornal, en una imprenta de la calle de la Manzana, donde se tiraba un periódico titulado “Diario Universal”.

“He sido muy explotado. Sin embargo, así como la explotación vuelve resignados a otros, a mí me inspiraba deseos de aprender deprisa mi oficio para poder ayudar al sostenimiento de mi madre. Como en aquella imprenta no progresaba lo que mi deseo quería, me fui a otra, en la calle del Limón, donde ya ganaba cuatro reales. Recuerdo que el dueño tenía un jardincito y nos ocupaba lo mismo en componer páginas del Quijote que en barrer y sacar agua de un pozo para regar las plantas. La falta de costumbre en tan ruda faena y la debilidad en que me había sumido mi deficiente alimentación hicieron que una vez, a consecuencia del esfuerzo realizado pozando, me pusiera tan malo que me parece que me negué a volver a sacar agua y le dije al dueño que aquello no era mi obligación. De allí me fui a otra imprenta situada en la calle de la Bola, donde se hacía “El consultor de los Ayuntamientos” y el famoso Diccionario de Alcubilla, y donde mi jornal subió a cinco reales. Desde aquella imprenta me fui a la de Espinosa, en la plaza del Conde de Miranda, en donde recuerdo haber trabajado en un tratado de Química de Ramón Torres Muñoz de Luna y en unas Matemáticas de Cortázar, padre, al cual llevé pruebas muchas veces. Era tal mi afición por aprender el oficio, que en cuanto se ausentaba el regente le pedía a un oficial que hacía cálculos que me permitiese hacerlos, y algunas veces con tan poca suerte que el regente me sorprendió haciéndolos, y en vez de alentarme me reprendía y me mandaba a mi obligación. Fui luego a parar a la calle de Valverde, a otra imprenta, donde recuerdo que se hacían “La Iberia” y “La soberanía Nacional”. Fui admitido como chico, con un jornal de dos pesetas. Millán, que estaba de oficial allí, se fue a la imprenta de un tal Julián Peña, y debió de hablarle a éste de mí y de algún otro, porque nos propuso irnos con él. Aceptamos, y entré en uno de los sitios en que más explotado fui.”

“Si yo fuera capaz de odiar, que nunca lo he sido, habría odiado a aquel Peña, que, por lo demás, era un excelente padre de familia, un buen tipógrafo y un hombre honrado. Sólo le faltaba corazón para sus operarios. Tenía yo entonces quince años y empecé a trabajar a destajo. Valiéndose de que, con motivo de la sublevación de Prim, se había suspendido la publicación de muchos periódicos y de que, a consecuencia de esto, había muchos tipógrafos parados, y apoyándose en la circunstancia de mis pocos años, quiso rebajarme el precio de las líneas. Así, las de un periódico de cocina que se hacía en su casa, y que eran a 7 reales el ciento, quiso pagármelas a 6; unas fábulas del barón de Andilla, que debían habérseme pagado a 5, quiso pagármelas a 4. Al negarme yo a sus pretensiones, me dijo con toda sangre fría: “Tu verás si te conviene más estar parado que cobrar mis precios. Qué más te da, si eres un chico”. A lo cual yo le repliqué: “Soy un chico por la edad, pero un hombre por mi trabajo y mis obligaciones, pues tengo que mantener a mi madre y a mi hermano”. Creo que estuve unos días parado, hasta que me decidí a dejarme explotar, y valiéndose de mi falta de relaciones y de la crisis por que atravesaba el oficio, me pagó a los precios que le dio la gana… Allí compuse también una gramática latina de Miguel, y recuerdo, por cierto, que otro oficial, un viejecito, se hacía tres páginas diarias; otros dos oficiales de más categoría que aquel y que yo se hacían cuatro cada uno, y yo me componía cinco.”

“Estábamos divididos en tres categorías. Se quiso rebajar el precio de 12 reales el ciento que cobraban los de la primera categoría, y con este motivo se suscitó una huelga. Aunque con los de mi categoría no se metió nadie, yo, por instinto de solidaridad, hice causa común con ellos, y como sólo otro y yo nos mantuvimos firmes, pues los demás se allanaron a todo, me echaron a la calle. Entonces pasé una de las varias temporadas de paro por las que he atravesado en mi vida de obrero, con sus consecuencias de hambre y de frío. Me acuerdo que, por ser aquel invierno muy crudo, llevaba para abrigarme, debajo de la blusilla, una mala chaqueta, y debajo del chaleco, un forro de periódicos.”

“Aquello acabó entregándome, rendido, en donde pude colocarme. Y fue en la imprenta de Orga, donde entré ganando solamente 7 reales porque iba muy mal vestido… En aquella época, al admitir un cajista se le tasaba por la ropa. Así ocurrió que, mientras a mí me tasaron en 7 reales y una semana después me pagaban 8, a otro cajista que entró el mismo día que yo, pero que por llevar sombrero de copa y gabán lo tasaron en 12, luego le fueron rebajando hasta despedirlo. Poco tiempo después pasé a otra imprenta, donde, en parte por escasez de ingresos y en parte por poco acierto en administrarlos, ¡se pasaba cada susto al ir a cobrar…! Solía coincidir el susto con un arranque de generosidad del dueño: ya se sabía, invitaba a la taberna a los obreros, y cuando acababan de beber unas copas, les decía de pronto y con aire preocupado, como si más que a sus invitados se dirigiera a sí mismo: “El caso es que no sé si luego tendré dinero para pagaros”. Yo me negaba a ir, porque siempre he tenido una aversión muy grande a las tabernas y mucha repugnancia a las bebidas alcohólicas… Esto me valió muchas pullas y burlas de algún compañero de gustos contrarios a los míos; me llamaban gallego, tacaño, ¡qué sé yo! A lo cual yo replicaba que no podía alternar por mi salud y porque tenía mis obligaciones, y no podía distraer un céntimo de mi jornal… De mí no logró nunca el obsequioso patrono que aceptase los convites. Yo alegaba que tenía que acabar mi trabajo, que no me gustaba el alcohol y, finalmente, le decía, adelantándome a los acontecimientos: “Y, sobre todo, no quiero entretenerme, porque tengo que descansar para venir a la tarde a cobrar.” Esta prudencia mía me valió que, no obstante ser yo un muchacho, rara vez dejase de pagarme”

Por entonces no tenía Iglesias ideas políticas de ninguna clase. En cuanto a las religiosas, sólo las que le habían inculcado en la infancia y que practicaría, más por rutina que por fe, hasta los 16 años.

“Me acuerdo que un día, después de confesar y comulgar en una iglesia de la cuesta de Santo Domingo, al llegar a casa, no sé por qué me reprendió mi madre, y yo me quedé pensando: “Pues no veo la gracia que me haya dado la comunión”. Otras veces, en la cama, me ponía a rezar y, rezando, pensaba: “Bueno; estas oraciones, ¿cómo, por qué camino sube al cielo?” O, en días amargos, pensaba: “Si Dios es tan bueno y lo puede todo, ¿por qué consiente tanta maldad?”. Y así, poco a poco, me fui despreocupando de los problemas de tejas arriba. Es verdad que mi madre dejó de preocuparse antes que yo. Así, llegó, bastante más tarde, una ocasión en que se puso gravemente enfermo un vecino y vinieron a rogarme que acompañara al Viático. Me negué en absoluto. “En cambio – les dije –, si hay que cuidar al enfermo, si hay que asistirle, velarle, cuanto pueda hacer por él, sí lo haré gustoso”. Y así lo hice”.

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